Editorial: Interpelada y censurada




El Comercio  -Si usted es de los que cree que, gracias a la caída del Muro de Berlín y el doloroso capítulo que provocó en nuestra historia la violencia homicida de Sendero Luminoso y el MRTA, la izquierda peruana cambió, piense de nuevo. Sin duda habrá algunos representantes de esa opción política que sinceramente han dejado de creer en la tesis del partido único y la supresión de las libertades como un inconveniente menor en el camino de establecer un orden social ‘más justo’. Pero, como las reacciones a la muerte de Fidel Castro demuestran, la mayoría de sus líderes sigue valiéndose de un doble rasero moral para medir las dictaduras de este mundo.

Si las encabezó un tirano que consideran ‘de derecha’ –Franco, Pinochet o Fujimori– no vacilan en llamar a las cosas por su nombre, condenar sus crímenes y atropellos, y solidarizarse con sus víctimas. Pero si el sátrapa es ‘de izquierda’ y está vinculado a sus mitos fundacionales –Stalin, Mao o Hugo Chávez– la voz se les pone meliflua y una primavera de coartadas florece en su discurso (una primavera que recuerda, dicho sea de paso, a la de Praga). ¿Y las víctimas? Pues, en la medida de lo posible, las barren debajo de la alfombra.
Fidel Castro, como sabe cualquier persona informada, encabezó la dictadura más longeva de Latinoamérica, que carga sobre sus espaldas más de siete mil muertes documentadas (los cálculos de las no documentadas multiplican ese número por diez), aparte de la persecución, prisión y tortura a los disidentes y homosexuales, y la transformación de la isla en una cárcel y un páramo de miseria, donde la prostitución se ha convertido en el mecanismo de supervivencia más socorrido por una parte importante de la población.
En la izquierda local, no obstante, la muerte de este sangriento dictador motiva comentarios como: “Fidel en la inmortalidad, sigue activo en los pueblos” (Manuel Dammert, congresista). O –en referencia al pueblo cubano–: “Partió quien supo defender su dignidad” (Indira Huilca, congresista). Y si se trata de juzgar sus miasmas, rápidamente su complicidad indulgente los minimiza. “Fue un gran revolucionario, dio dignidad a Cuba. Eso no quita que tuvo errores”, escribió, por ejemplo, hace tres días Yehude Simon. Y la ex candidata presidencial del Frente Amplio (FA), Verónika Mendoza, sin sonrojarse, lo describió como “un hombre que luchó incansable por la justicia social, por llevar salud y educación a todo su pueblo, en medio de errores propios y agresiones externas”.
Pero como sucede con el fujimorismo cuando quiere edulcorar sus atropellos de los noventa, ‘errores’ es aquí un eufemismo. Cometer crímenes a sabiendas de que lo son no es error: es dolo. Y si a los líderes de la izquierda peruana no les tiembla la voz para enrostrárselo al fujimorismo, no debería tampoco arrugárseles todo a la hora de enfrentar la barbarie sistemática de quien la congresista Marisa Glave ha llamado una de sus “figuras emblemáticas”.
Precisamente Glave y Mendoza, dos representantes jóvenes de una izquierda que uno imaginaría renovada, han dicho que la trayectoria de Castro las ‘interpela’. Pues bien, a la luz de su afán encubridor, tenemos la impresión de que de tal interpelación salen censuradas. Ellas y, en general, la izquierda expresada en el FA, en cuya carta de condolencias al embajador cubano en el Perú, lo máximo que se atreven a decir sobre el tirano es que no está “libre de controversias políticas”. Una vergüenza que los perseguirá siempre.
Mención aparte merece el presidente Pedro Pablo Kuczynski, quien hace solo unas semanas se insinuaba como el líder capaz de encabezar en Latinoamérica la resistencia contra la dictadura de Nicolás Maduro. Y, sin embargo, a propósito del mentor de la satrapía venezolana ha escrito: “Saludamos la memoria del recordado Fidel Castro”, menoscabando así su mentado rol de adalid continental de la democracia.

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