La existencia del reaccionario auténtico suele escandalizar al progresista. Su
presencia vagamente lo incomoda. Ante la actitud reaccionaria el progresista siente
un ligero menosprecio, acompañado de sorpresa y desasosiego. Para aplacar sus
recelos, el progresista acostumbra interpretar esa actitud intempestiva y chocante
como disfraz de intereses o como síntoma de estulticia; pero solos el periodista, el
político, y el tonto, no se azoran, secretamente, ante la tenacidad con que las más
altas inteligencias de Occidente, desde hace ciento cincuenta años, acumulan
objeciones contra el mundo moderno. Un desdén complaciente no parece, en efecto,
la contestación adecuada a una actitud donde puede hermanarse un Goethe a un
Dostoievski. Pero si todas las tesis del reaccionario sorprenden al progresista, la mera
postura reaccionaria lo desconcierta.
Que el reaccionario proteste contra la sociedad
progresista, la juzgue, y la condene, pero que se resigne, sin embargo, a su actual
monopolio de la historia, le parece una posición extravagante. El progresista radical,
por una parte, no comprende cómo el reaccionario condena un hecho que admite, y el
progresista liberal, por otra, no entiende cómo admite un hecho que condena. El
primero le exige que renuncie a condenar si reconoce que el hecho es necesario, y el
segundo que no se limite a abstenerse si confiesa que el hecho es reprobable. Aquel lo
conmina a rendirse, éste a actuar. Ambos censuran su pasiva lealtad a la derrota. El
progresista radical y el progresista liberal, en efecto, reprenden al reaccionario de
distinta manera, porque el uno sostiene que la necesidad es razón, mientras que el
otro afirma que la razón es libertad. Una distinta visión de la historia condiciona sus
críticas.
Para el progresista radical, necesidad y razón son sinónimos: la razón es la
sustancia de la necesidad, y la necesidad el proceso en que la razón se realiza. Ambas
son un solo torrente de existencias.
La historia del progresista radical no es la suma de lo meramente acontecido, sino una
epifanía de la razón. Aun cuando enseñe que el conflicto es el mecanismo vector de la
historia, toda superación resulta de un acto necesario, y la serie discontinua de los
actos es la senda que trazan, al avanzar sobre la carne vencida, los pasos de la razón
indeclinable. El progresista radical sólo adhiere a la idea que la historia cauciona,
porque el perfil de la necesidad revela los rasgos de la razón naciente. Desde el curso
mismo de la historia emerge la norma ideal que lo nimba. Convencido de la
racionalidad de la historia, el progresista radical se asigna el deber de colaborar a su
éxito. La raíz de la obligación ética yace, para él, en nuestra posibilidad de impulsar la
historia hacia sus propios fines.
El progresista radical se inclina sobre el hecho
inminente para favorecer su advenimiento, porque al actuar en el sentido de la
historia la razón individual coincide con la razón del mundo. Para el progresista
radical, pues, condenar la historia no es, tan solo, una empresa vana, sino también
una empresa estulta. Empresa vana porque la historia es necesidad; empresa estulta
porque la historia es razón.
El progresista liberal, en cambio, se instala en una pura contingencia. La libertad,
para él, es sustancia de la razón, y la historia es el proceso en que el hombre realiza
su libertad. La historia del progresista liberal no es un proceso necesario, sino el
ascenso de la libertad humana hacia la plena posesión de sí misma. El hombre forja su
historia imponiendo a la naturaleza los fallos de su libre voluntad. Si el odio y la
codicia arrastran al hombre entre laberintos sangrientos, la lucha se realiza entre
libertades pervertidas y libertades rectas.
La necesidad es, meramente, el peso opaco
de nuestra propia inercia, y el progresista liberal estima que la buena voluntad puede
rescatar al hombre, en cualquier instante, de las servidumbres que lo oprimen.
El progresista liberal exige que la historia se comporte de manera acorde con lo que
su razón postula, puesto que la libertad la crea; y como su libertad también engendra
las causas que defiende, ningún hecho puede primar contra el derecho que la libertad
establece. El acto revolucionario condensa la obligación ética del progresista liberal,
porque romper lo que la estorba es el acto esencial de la libertad que se realiza. La
historia es una materia inerte que labra una voluntad soberana. Para el progresista
liberal, pues, resignarse a la historia es una actitud inmoral y estulta. Estulta porque
la historia es libertad; inmoral porque la libertad es nuestra esencia.
El reaccionario, sin embargo, es el estulto que asume la vanidad de condenar la
historia, y la inmoralidad de resignarse a ella. Progresismo radical y progresismo
liberal elaboran visiones parciales. La historia no es necesidad, ni libertad, sino su
integración flexible. La historia, en efecto, no es un monstruo divino. La polvareda
humana no parece levantarse como bajo el hálito de una bestia sagrada; las épocas
no parecen ordenarse como estadios en la embriogenia de un animal metafísico; los
hechos no se imbrican los unos con los otros como escamas de un pez celeste. Pero si
la historia no es un sistema abstracto que germina bajo leyes implacables, tampoco es
el dócil alimento de la locura humana. La antojadiza y gratuita voluntad del hombre
no es su rector supremo. Los hechos no se amoldan, como una pasta viscosa y
plástica, entre dedos afanosos.
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